Ganador del I Certamen Literario ‘Almudena Grandes’ de Morata de Tajuña
He dejado el periódico sobre la mesita de noche, porque tu mano, tan frágil ya, tan distante de aquellas manos recias que me salvaguardaron de niña, reclama la mía por encima de esos barrotes de hierro que te protegen de las caídas. El cuerpo que descansa en esta cama de hospital es un cuerpo vencido, derrotado por el paso inapelable del tiempo. No te destruyeron la guerra ni el hambre, ni siquiera aquellas enfermedades que te fueron sobreviniendo con la edad, como las lluvias se sobrevienen en primavera, como la nieve desborda el nacimiento de los ríos cuando llega el deshielo. Es la edad la que te derrota hoy, padre, casi un siglo después de tu alumbramiento en un mundo asolado por la infamia y la metralla.
Hace ya un par de horas que la enfermera te desconectó de todas esas máquinas que prolongaban tu agonía con cierta ofensa. Ha sido una decisión dura, que he tomado tras escuchar atentamente al médico que te atiende desde que llegaras aquí, hace ya mes y medio. Tan solo un cable conecta ahora tu brazo con una bolsa de suero, que hidratará tu cuerpo endeble hasta que se pare la maquinaria de tu reloj. Una sábana muy áspera te cubre del frío hasta la mitad del pecho, aunque en esta habitación hace un calor sofocante. Yo me he quitado el jersey, con eso te digo todo, padre. Y eso que el sol ya se esconde por ese horizonte de humo negro y edificios grises y que en la calle ya debe de empezar a hacer frío.
Suelto tu mano caliente y retorno a la lectura del diario, sentada en este butacón tan incómodo. ¿Sabes?, debe tener un muelle suelto que se me clava aquí, en los riñones, y me hace imposible el descanso por la noche. Las noticias son aterradoras papá: “Cientos de miles de civiles quedan atrapados bajo las bombas”, dice el titular de la portada, escrito con letras grandes y negras sobre el fondo blanco de la esperanza. Los niños juegan con el móvil en los refugios y sus madres sueñan con un futuro lejos de allí, en una casa humilde, que huela a lavanda por la mañana y en la que los macarrones hiervan en un fogón, mientras en el otro puedan preparar una sabrosa salsa de tomate. Una casa en la que poder mirar el televisor sin necesidad de taparse los ojos, en la que recibir la visita de los amigos, en la que celebrar un cumpleaños, un santo, por qué no la Navidad.
En ese país asolado por la barbarie ya no hay luz, ni agua, ni calefacción. Eso dice el diario, padre, y no puedo por más que evocar aquellas historias de la guerra que me contaste tantas veces y que ahora se dibujan en mi mente con más nitidez, azuzadas tal vez por cuanto leo en este periódico que hoy no huele a tinta fresca, sino a sangre y a carne quemada. En este cuarto, el que has elegido para despedirte del mundo, sin embargo, ese olor a hospital que te llevas a casa pegado en la ropa se mezcla con el de la colonia fresca que he esparcido por tu cuerpo decrépito. Una quimera más, padre, porque en esta habitación tan solo puedo respirar el olor de la muerte, que en este caso es purificador. Es como si oliera a paz, a la paz que asume quien ve llegar su hora con los deberes hechos.
¿Recuerdas, padre, la primera vez que fuimos a Madrid? Llegamos en un tren que nos vomitó en una estación gigante, de techos altísimos y abovedados, por la que se movían como hormiguitas miles y miles de personas. Tal vez no fueran tantas, pero a mí, tan pequeña, tan frágil, sí que me lo parecieron. Unas llevaban maletas, otras sujetaban un bolso o un paraguas, otras guardaban sus manos en los bolsillos de sus gabardinas. Era octubre, a finales, y afuera llovía con fuerza, con la misma fuerza con la que hoy llueven los misiles en ese país en guerra del que te estaba hablando. Sin salir del subsuelo tomamos el metro, abarrotado de gentes que se apretaban entre sí para poder dar cabida al último viajero que esperaba impaciente en el andén. Tú te agarraste a la barra que cruzaba el vagón y yo me agarré de tu mano. Es posible que tú no lo recuerdes, padre, pero yo sí. Yo sí que me acuerdo, hay matices, momentos, destellos de la infancia de los que no logramos desprendernos. Tal vez tendamos a idealizarlos, es posible, pero me gusta que sea así. El caso es que aquella tarde noté tu mano trémula, como la noto ahora cuando me busca entre los barrotes de la cama. Te miré desde abajo, levanté mi cara para buscar la tuya y noté entonces que tus ojos, tan alegres siempre, se vencían hacia las sienes y se empañaban como lo hacían afuera las calles con el agua de lluvia.
Años después me contaste que aquella misma estación en la que nos bajamos de aquel inmenso caballo de hierro te sirvió de refugio durante el asedio de Madrid. Apenas si tenías diez años, me confesaste en aquella sobremesa que se nos fue de las manos, y el miedo que te había invadido durante los primeros días fue cediendo paso a una sensación de rutina, propia de lo que era ya una costumbre. La caída de la tarde, las sirenas (estridentes, estremecedoras), el refugio. Y afuera el fuego, la brutalidad, la muerte. Veo ahora a esos niños de los que te hablaba, tan rubios, de piel limpia y blanca, y quiero verte a ti, padre, quiero evocar tu niñez, construida en mi mente a base de retazos cogidos de aquí y de allá, de una charla intranscendente, de una vieja fotografía, de un libro de Almudena Grandes.
Cuando salimos del que había sido tu refugio y subimos aquella escalinata que parecía manar del mismísimo infierno y alcanzamos, por fin, la calle, el aguacero no logró sorprendernos. Me pusiste la capucha de mi chubasquero, de plástico azul y amarillo, como el agua y el sol de la bahía de Cádiz en la que tantas veces veraneamos, y abriste tu gran paraguas de color negro. La lluvia pareció purificar tu alma, algo atormentada por la memoria en aquel momento, y sonreíste sin más. Entonces agarré tu mano con más fuerza, la besé y empezamos a caminar.
Una enfermera ha entrado en la habitación, te ha tomado el pulso por la muñeca y ha revisado el gotero, por el que el suero sigue cayendo como esa gotita de agua que estuvo cayendo durante días en la pila de casa, hasta que por fin te decidiste a arreglar el grifo. ¿Te acuerdas, padre? Mamá se pasaba las horas protestando: «Yo me casé para estas cosas —decía—, para tener un hombre que fuera capaz de arreglar un simple grifo».
—Es muy débil ya. El pulso, digo —la enfermera se ha visto en la necesidad de explicarse, por que yo ando absorta en mis cosas padre, mis cosas que son las tuyas—. Qué horror, ¿verdad? —ha dicho mientras señala el periódico con la barbilla.
Es una mujer muy guapa, padre. Tiene la piel tan fina, sus manos parecen de seda. Ya lo habrás notado tú, cuando te tocan. No debe pasar de los treinta. Es atenta, dulce, cariñosa.
Asiento con la cabeza. «Un horror, sí», musito, con las lágrimas a punto de precipitarse por mis mejillas.
La Puerta del Sol era algo fascinante, incluso en un día de lluvia como aquel. La gente corría a refugiarse bajo las cornisas y los toldos de los comercios. Tú te paraste en el centro, mirando de frente a la Casa de Correos, la barbilla alta, la mirada valiente, y cuando el agua empezaba a empapar tus zapatos, echaste a correr conmigo de la mano y nos metimos en la Mallorquina. Ocupamos una mesa, pediste café con leche para ti y un tazón de chocolate para mí, y ordenaste dos bollos suizos. «Un día es un día», dijiste, porque ya andabas coqueteando con la diabetes y mamá no estaba presente.
¡Qué lejos quedaba aquella merienda de las mondas de patatas que te daban en el refugio a la hora de la cena!
Camiones y camiones de ayuda humanitaria viajan desde España a la frontera de Polonia con Ucrania. Van cargados de medicinas, de gasas y de vendas, de muletas para sostener a los mutilados, de mantas y prendas de abrigo. Llevan juguetes, comida, zapatos. Llevan consuelo, al fin y al cabo. Mira, padre, mira, aquí lo dice: “De Titulcia a Ucrania: la familia que llevará ayuda y traerá refugiados”. Desde aquí mismo viajan hasta allí, mira, mira qué fotos.
Me he descubierto hablando contigo, padre, como si pudieras escucharme, como si pudieras prestarme atención, y no he podido sujetar las lágrimas. La auxiliar que vino a cambiarte las sábanas me ha sorprendido llorando y me ha invitado a bajar al bar, a descansar un rato de este espacio tan asfixiante. Yo me he negado al principio, pero he terminado cediendo.
—No se preocupe, no va a ser inminente —me ha dicho para tranquilizarme.
He pedido café con leche y un bollo suizo en tu honor, aunque no estaba tan tierno como aquel de La Mallorquina.
—Esto es Madrid —me dijiste, señalando a la Puerta del Sol desde los ventanales de la confitería—. Madrid lo es todo: es resistencia, es dignidad, es un cielo que se desmorona y que lo pone todo perdido de belleza.
Entonces me manchaste la nariz de chocolate y yo me reí con tantas ganas que estuve a punto de hacerme pis.
Aquella carcajada ha mudado hoy en tristeza, padre, cuando delante de esta merienda servida en una fila impersonal de mesas y sillas corridas, he sacado el libro del poeta al que tantas veces leíste y tantas veces me recitaste de memoria: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)/ A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,/ y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna”[1]. He vuelto a llorar como lo hace el suizo en el café con leche y he vuelto a tu lado, padre, para agarrarte otra vez de la mano y sentarme contigo a esperar a la parca, a la que tantas veces has esquivado con presteza y buen tino.
El diario me ha seguido escupiendo recuerdos, tan vivos hoy en mi mente que parece que voy a tocarlos, a olerlos, a besarlos. La historia de un teatro de barrio convertido en refugio para los civiles de Kiev me devuelve a aquel Madrid de los setenta, y al segundo refugio al que acudimos después de merendar en aquella tarde de lluvia. También fuimos al teatro, padre, yo cubierta por mi chubasquero y tú bajo tu paraguas oscuro, evitando los charcos y los goterones que caían por los desagües de las cornisas. Fuimos a ver a Lina Morgan, no sé qué de un tranvía, ¿te acuerdas? Tu pecho se ha hinchado ahora, como si quisieras responderme y te faltara el aire para respirar.
—A mí me gusta más Mary Santpere, ¿qué quieres que te diga? —me dijiste sin poder contener la risa, cuando estábamos ya en la calle y había dejado de llover.
Esa respiración tan agitada se ha hecho más fuerte, padre, y he tenido que llamar a la enfermera. Mucho me temo que esto se acaba y que estas horas contigo serán una parte más de mi memoria a tu lado. Como lo son aquellas que pasamos en Madrid, durante mi primera vez. Después del teatro, volvimos paseando hasta el refugio de tu infancia y yo ahora he regresado a mi refugio de esta tarde: “Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,/ por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,/
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo”[2].
La enfermera, esa tan guapa de la que te he hablado antes, me ha pedido que espere aquí fuera. El diario y sus historias de la guerra se ha quedado sobre la mesilla, olvidado, como si quisiera acompañarte en el trance de tu muerte, como si recogiera en sus páginas un trozo de tu memoria.
[1] Alonso, Dámaso. Insomnio.
[2] Alonso, Dámaso. Insomnio.