Memoria

Ganador del I Certamen Literario ‘Almudena Grandes’ de Morata de Tajuña

He dejado el periódico sobre la mesita de noche, porque tu mano, tan frágil ya, tan distante de aquellas manos recias que me salvaguardaron de niña, reclama la mía por encima de esos barrotes de hierro que te protegen de las caídas. El cuerpo que descansa en esta cama de hospital es un cuerpo vencido, derrotado por el paso inapelable del tiempo. No te destruyeron la guerra ni el hambre, ni siquiera aquellas enfermedades que te fueron sobreviniendo con la edad, como las lluvias se sobrevienen en primavera, como la nieve desborda el nacimiento de los ríos cuando llega el deshielo. Es la edad la que te derrota hoy, padre, casi un siglo después de tu alumbramiento en un mundo asolado por la infamia y la metralla.

Hace ya un par de horas que la enfermera te desconectó de todas esas máquinas que prolongaban tu agonía con cierta ofensa. Ha sido una decisión dura, que he tomado tras escuchar atentamente al médico que te atiende desde que llegaras aquí, hace ya mes y medio. Tan solo un cable conecta ahora tu brazo con una bolsa de suero, que hidratará tu cuerpo endeble hasta que se pare la maquinaria de tu reloj. Una sábana muy áspera te cubre del frío hasta la mitad del pecho, aunque en esta habitación hace un calor sofocante. Yo me he quitado el jersey, con eso te digo todo, padre. Y eso que el sol ya se esconde por ese horizonte de humo negro y edificios grises y que en la calle ya debe de empezar a hacer frío. 

Suelto tu mano caliente y retorno a la lectura del diario, sentada en este butacón tan incómodo. ¿Sabes?, debe tener un muelle suelto que se me clava aquí, en los riñones, y me hace imposible el descanso por la noche. Las noticias son aterradoras papá: “Cientos de miles de civiles quedan atrapados bajo las bombas”, dice el titular de la portada, escrito con letras grandes y negras sobre el fondo blanco de la esperanza. Los niños juegan con el móvil en los refugios y sus madres sueñan con un futuro lejos de allí, en una casa humilde, que huela a lavanda por la mañana y en la que los macarrones hiervan en un fogón, mientras en el otro puedan preparar una sabrosa salsa de tomate. Una casa en la que poder mirar el televisor sin necesidad de taparse los ojos, en la que recibir la visita de los amigos, en la que celebrar un cumpleaños, un santo, por qué no la Navidad. 

En ese país asolado por la barbarie ya no hay luz, ni agua, ni calefacción. Eso dice el diario, padre, y no puedo por más que evocar aquellas historias de la guerra que me contaste tantas veces y que ahora se dibujan en mi mente con más nitidez, azuzadas tal vez por cuanto leo en este periódico que hoy no huele a tinta fresca, sino a sangre y a carne quemada. En este cuarto, el que has elegido para despedirte del mundo, sin embargo, ese olor a hospital que te llevas a casa pegado en la ropa se mezcla con el de la colonia fresca que he esparcido por tu cuerpo decrépito. Una quimera más, padre, porque en esta habitación tan solo puedo respirar el olor de la muerte, que en este caso es purificador. Es como si oliera a paz, a la paz que asume quien ve llegar su hora con los deberes hechos.

¿Recuerdas, padre, la primera vez que fuimos a Madrid? Llegamos en un tren que nos vomitó en una estación gigante, de techos altísimos y abovedados, por la que se movían como hormiguitas miles y miles de personas. Tal vez no fueran tantas, pero a mí, tan pequeña, tan frágil, sí que me lo parecieron. Unas llevaban maletas, otras sujetaban un bolso o un paraguas, otras guardaban sus manos en los bolsillos de sus gabardinas. Era octubre, a finales, y afuera llovía con fuerza, con la misma fuerza con la que hoy llueven los misiles en ese país en guerra del que te estaba hablando. Sin salir del subsuelo tomamos el metro, abarrotado de gentes que se apretaban entre sí para poder dar cabida al último viajero que esperaba impaciente en el andén. Tú te agarraste a la barra que cruzaba el vagón y yo me agarré de tu mano. Es posible que tú no lo recuerdes, padre, pero yo sí. Yo sí que me acuerdo, hay matices, momentos, destellos de la infancia de los que no logramos desprendernos. Tal vez tendamos a idealizarlos, es posible, pero me gusta que sea así. El caso es que aquella tarde noté tu mano trémula, como la noto ahora cuando me busca entre los barrotes de la cama. Te miré desde abajo, levanté mi cara para buscar la tuya y noté entonces que tus ojos, tan alegres siempre, se vencían hacia las sienes y se empañaban como lo hacían afuera las calles con el agua de lluvia. 

Años después me contaste que aquella misma estación en la que nos bajamos de aquel inmenso caballo de hierro te sirvió de refugio durante el asedio de Madrid. Apenas si tenías diez años, me confesaste en aquella sobremesa que se nos fue de las manos, y el miedo que te había invadido durante los primeros días fue cediendo paso a una sensación de rutina, propia de lo que era ya una costumbre. La caída de la tarde, las sirenas (estridentes, estremecedoras), el refugio. Y afuera el fuego, la brutalidad, la muerte. Veo ahora a esos niños de los que te hablaba, tan rubios, de piel limpia y blanca, y quiero verte a ti, padre, quiero evocar tu niñez, construida en mi mente a base de retazos cogidos de aquí y de allá, de una charla intranscendente, de una vieja fotografía, de un libro de Almudena Grandes. 

Cuando salimos del que había sido tu refugio y subimos aquella escalinata que parecía manar del mismísimo infierno y alcanzamos, por fin, la calle, el aguacero no logró sorprendernos. Me pusiste la capucha de mi chubasquero, de plástico azul y amarillo, como el agua y el sol de la bahía de Cádiz en la que tantas veces veraneamos, y abriste tu gran paraguas de color negro. La lluvia pareció purificar tu alma, algo atormentada por la memoria en aquel momento, y sonreíste sin más. Entonces agarré tu mano con más fuerza, la besé y empezamos a caminar. 

Una enfermera ha entrado en la habitación, te ha tomado el pulso por la muñeca y ha revisado el gotero, por el que el suero sigue cayendo como esa gotita de agua que estuvo cayendo durante días en la pila de casa, hasta que por fin te decidiste a arreglar el grifo. ¿Te acuerdas, padre? Mamá se pasaba las horas protestando: «Yo me casé para estas cosas —decía—, para tener un hombre que fuera capaz de arreglar un simple grifo».

—Es muy débil ya. El pulso, digo —la enfermera se ha visto en la necesidad de explicarse, por que yo ando absorta en mis cosas padre, mis cosas que son las tuyas—. Qué horror, ¿verdad? —ha dicho mientras señala el periódico con la barbilla.

Es una mujer muy guapa, padre. Tiene la piel tan fina, sus manos parecen de seda. Ya lo habrás notado tú, cuando te tocan. No debe pasar de los treinta. Es atenta, dulce, cariñosa. 

Asiento con la cabeza. «Un horror, sí», musito, con las lágrimas a punto de precipitarse por mis mejillas.

La Puerta del Sol era algo fascinante, incluso en un día de lluvia como aquel. La gente corría a refugiarse bajo las cornisas y los toldos de los comercios. Tú te paraste en el centro, mirando de frente a la Casa de Correos, la barbilla alta, la mirada valiente, y cuando el agua empezaba a empapar tus zapatos, echaste a correr conmigo de la mano y nos metimos en la Mallorquina. Ocupamos una mesa, pediste café con leche para ti y un tazón de chocolate para mí, y ordenaste dos bollos suizos. «Un día es un día», dijiste, porque ya andabas coqueteando con la diabetes y mamá no estaba presente. 

¡Qué lejos quedaba aquella merienda de las mondas de patatas que te daban en el refugio a la hora de la cena!

Camiones y camiones de ayuda humanitaria viajan desde España a la frontera de Polonia con Ucrania. Van cargados de medicinas, de gasas y de vendas, de muletas para sostener a los mutilados, de mantas y prendas de abrigo. Llevan juguetes, comida, zapatos. Llevan consuelo, al fin y al cabo. Mira, padre, mira, aquí lo dice: “De Titulcia a Ucrania: la familia que llevará ayuda y traerá refugiados”. Desde aquí mismo viajan hasta allí, mira, mira qué fotos. 

Me he descubierto hablando contigo, padre, como si pudieras escucharme, como si pudieras prestarme atención, y no he podido sujetar las lágrimas. La auxiliar que vino a cambiarte las sábanas me ha sorprendido llorando y me ha invitado a bajar al bar, a descansar un rato de este espacio tan asfixiante. Yo me he negado al principio, pero he terminado cediendo.

—No se preocupe, no va a ser inminente —me ha dicho para tranquilizarme.

He pedido café con leche y un bollo suizo en tu honor, aunque no estaba tan tierno como aquel de La Mallorquina.

—Esto es Madrid —me dijiste, señalando a la Puerta del Sol desde los ventanales de la confitería—. Madrid lo es todo: es resistencia, es dignidad, es un cielo que se desmorona y que lo pone todo perdido de belleza. 

Entonces me manchaste la nariz de chocolate y yo me reí con tantas ganas que estuve a punto de hacerme pis. 

Aquella carcajada ha mudado hoy en tristeza, padre, cuando delante de esta merienda servida en una fila impersonal de mesas y sillas corridas, he sacado el libro del poeta al que tantas veces leíste y tantas veces me recitaste de memoria: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)/ A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,/ y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna”[1]. He vuelto a llorar como lo hace el suizo en el café con leche y he vuelto a tu lado, padre, para agarrarte otra vez de la mano y sentarme contigo a esperar a la parca, a la que tantas veces has esquivado con presteza y buen tino.

El diario me ha seguido escupiendo recuerdos, tan vivos hoy en mi mente que parece que voy a tocarlos, a olerlos, a besarlos. La historia de un teatro de barrio convertido en refugio para los civiles de Kiev me devuelve a aquel Madrid de los setenta, y al segundo refugio al que acudimos después de merendar en aquella tarde de lluvia. También fuimos al teatro, padre, yo cubierta por mi chubasquero y tú bajo tu paraguas oscuro, evitando los charcos y los goterones que caían por los desagües de las cornisas. Fuimos a ver a Lina Morgan, no sé qué de un tranvía, ¿te acuerdas? Tu pecho se ha hinchado ahora, como si quisieras responderme y te faltara el aire para respirar. 

—A mí me gusta más Mary Santpere, ¿qué quieres que te diga? —me dijiste sin poder contener la risa, cuando estábamos ya en la calle y había dejado de llover. 

Esa respiración tan agitada se ha hecho más fuerte, padre, y he tenido que llamar a la enfermera. Mucho me temo que esto se acaba y que estas horas contigo serán una parte más de mi memoria a tu lado. Como lo son aquellas que pasamos en Madrid, durante mi primera vez. Después del teatro, volvimos paseando hasta el refugio de tu infancia y yo ahora he regresado a mi refugio de esta tarde: “Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,/ por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,/
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo”[2].

La enfermera, esa tan guapa de la que te he hablado antes, me ha pedido que espere aquí fuera. El diario y sus historias de la guerra se ha quedado sobre la mesilla, olvidado, como si quisiera acompañarte en el trance de tu muerte, como si recogiera en sus páginas un trozo de tu memoria.


[1] Alonso, Dámaso. Insomnio.

[2] Alonso, Dámaso. Insomnio.

Cuando la meta es la alegría

Despido el 2021 leyendo el viaje a la infancia que propone Pedro Simón en ‘Los ingratos’. La excursión literaria es recomendación de mi amigo Juan Carlos, certero siempre en sus consejos, ya sean culinarios, literarios o profesionales. Y en esa vuelta a las vivencias de un tiempo que fue común para una generación previa a la mía, la que escuchaba a Camilo Sesto en un Simca 1.200 como el que tuvo mi padre y del que tantas veces se hablaba en casa, me da por regresar a otras navidades, algunas lejanas y otras no tanto. Hay recuerdos que son de anteayer, pero uno tiene a veces la sensación de haber despedido ya a demasiada gente cercana, de haber dejado atrás un mundo en el que no necesariamente se fue más feliz, aunque aún se arrastre esa sensación, con una pandemia de por medio.

Sin ánimo de ser el protagonista del cuento de Dickens y de recibir la visita del fantasma de las navidades pasadas, busco un espejo y descubro a alguien que no se reconoce a sí mismo, que ha ido mutando con el paso del tiempo, como ha ido mutando el mundo que lo rodeaba. Y agarro el teléfono y no encuentro el número a marcar para hablar con mi madre de lo cotidiano, que hoy se me antoja trascendental. Busco en el móvil nuestra última foto juntos y la beso. Fue en la Nochevieja de 2017. Tan cerca, tan lejos.

Éstas son también las primeras navidades en que no he recibido la llamada de Pepe Marañón, que baja de La Montaña con un calendario con el que obsequiarme el final de año. Lo colgaba a mi izquierda, en este cuarto en el que escribo y en el que el perro descansa mis pies. Desde el salón de casa del que apenas salimos por el miedo al contagio, recuerdo las navidades locas que pasé detrás de la barra del Óleo con Piqui, que se marchó en silencio hace unos meses, destrozado por la tristeza. Y me acuerdo del último abrazo que nos dimos, días antes de su adiós temprano, sin saber que iba a ser el último y que, de alguna manera, se estaba despidiendo de mí. Y entonces viajo a otras navidades, las de finales de los ochenta y principios de los noventa, y canturreo aquellos villancicos que cantábamos en el taller de Famvag, calentando las panderas en la lumbre en la que el bueno de Carmelo asaba después las chuletas. Dios les guarde.

Dijo Sabina que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver[1]. Sin embargo, a mí hoy me motiva ese viaje de vuelta. No por ello, le pierdo la perspectiva al futuro más próximo, el del 2022. Vamos a cruzar una simple barrera temporal, una mera convención asumida por todo el planeta. Y no por ello dejamos de hacerlo con ilusiones renovadas: avanzar con esa novela en la que llevo tantos meses trabajando, ver acabadas las obras proyectadas en casa, poder salir a pasear con Ron y superar definitivamente mi mala relación con los perros. Seguir construyendo con Silvia un hogar tan loco y tan hermoso a la vez. Poder reencontrarme con tantos amigos de los que nos ha alejado la covid. Hacerlo con todos a la vez, a ser posible, como lo hicimos antaño, cuando bailábamos borrachos hasta vernos sorprendidos por el sol. 

Hace un año trataba de huir con Nacho del 2020 y hoy tengo la sensación de no haberlo conseguido. Y eso que estamos ya llamando a la puerta del 2022. Si te apetece, ven a cruzarla con nosotros y recibamos al año nuevo a portagayola, que la vida es de los valientes. Y porque, como dejó escrito Almudena Grandes, “no existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría”[2].

¡Feliz año nuevo!


[1] Joaquín Sabina. Peces de ciudad.

[2] Almudena Grandes. Las tres bodas de Manolita.

Huir del 2020

Así que, llegados a este punto en el que ya no cabe el retorno, he decidido huir del 2020 y marcharme con Nacho al 2021. ¿Nos acompañas?

Reviso las fotos almacenadas en la memoria de mi teléfono y me encuentro con ésta, del pasado 27 de abril, cuando por fin pude salir del confinamiento acompañado de Nacho, que patina veloz por la calle de Postas, despejada de mesas y de sillas, de cervezas y copas de vino, de familias y grupos de amigos, de camareros que hacen equilibrismo con la vajilla sobre la bandeja. Vista hoy, es como si quisiera huir del 2020, el año que vació nuestras calles, el año de la peste y de la muerte, el año de las trincheras, del zoom y del teletrabajo. El año de la vacuna de Pfizer y de la de Moderna, el año de los aplausos, de los héroes sin capa, de la segunda ola. El año de la almendra de Simón, del hospital sin quirófanos, de la saga/fuga de JC. El de las colas del hambre, el de los covid makers, el de la cepa británica y el del terror de las residencias. El de los abrazos virtuales, el año de las videollamadas. El año de los cierres perimetrales. El de los bozales, el del gel hidroalcohólico, el del pico de la curva. El de la Operación Balmis, el de los muertos apilados en un palacio de hielo. El año de Galdós y el año en el que se fueron Aute y Marsé (y Maradona). El año en que demasiada gente se lavó las manos. El del toque de queda, el de la UME, el de los grupos de seis. El año de las PCR o de los test de antígenos. El de la distancia social (a la vuelta de esto, espero que algunos conserven la costumbre). El año en que descubrimos que la vida iba en serio, que cantó Gil de Biedma, y que la muerte forma parte ineludible de ella. Y es que ha pasado ya un año y parece que hayan pasado cinco. Se mira uno al espejo y descubre pliegues y gestos que no existían en enero ni en febrero, cuando mirábamos desafiantes al horizonte, buscando metas ilusionantes a las que hacer frente con la mirada firme, propia de quien se cree a salvo de todo.

Así que, llegados a este punto en el que ya no cabe el retorno, he decidido huir del 2020 y marcharme con Nacho al 2021. ¿Nos acompañas?

Cerrar los ojos

Photo by Pixabay on Pexels.com

Una pareja se baja de su coche nuevo, grande, con aires de deportivo, muy elegante, y saca del maletero un par de bolsas con regalos y botellas de vino caro. Louis los observa a distancia. Ha tenido que parar en un banco de la calle Infantas, ha soltado en el suelo los dos bolsones de rafia en los que acumula lo poco tiene –dos mantas, un peine, un retrato de sus padres– y se ha sentado a descansar.

Es Nochebuena y Louis, un hombre joven y corpulento, de color negro, tan negro como el cielo que atisba ya el nacimiento de Dios y que cobija las celebraciones familiares, no tiene siquiera donde dormir. El banco de madera, con su respaldo algo ajado, un respaldo al fin y al cabo, hubiera sido una opción sino fuera por la amplitud de la calle y el poco cobijo del frío que ofrece el lugar. Del cielo empieza a caer una especie de aguanieve que le lleva a descartar el banco como cama para esta noche.

Carga de nuevo los dos bolsones sobre sus hombros, se cala bien el gorro de lana, se ajusta la mascarilla y echa andar calle arriba, a la búsqueda de un rincón en el que descansar en su septuagésima primera noche en España. Unos borrachos se pelean a la puerta de un bar. No aciertan con los puñetazos, lanzados al aire sin tino, aunque los tres terminan cayendo al suelo porque apenas se tienen de pie.

Unos arcos de luces de colores iluminan el camino de Louis, que llegó a Algeciras en los bajos de un camión, que tuvo que robar algo de dinero para poder comprar un billete de autobús a Madrid, que aterrizó en Aranjuez alertado por otros vagabundos como él, que en la estación de Atocha le advirtieron de un albergue en el que, tal vez, pudieran darle cobijo. Hace un par de horas que ha llamado a esa puerta, pero las dos monjas que le han abierto la puerta le han dicho que estaba completo. Adentro olía a cordero asado. Desde la puerta vio las botellas de refrescos, los platos de papel, la mesa puesta para la Nochebuena. Un nacimiento de barro presidía la estancia.

Ha maldecido su suerte. Ha llorado, ha recordado a la familia que dejó allí atrás, en una aldea africana en la que apenas si había agua potable, y solo ha podido constatar que nunca dejará de ser pobre.

Caminando Almansa arriba, Louis ha descubierto la arcada exterior de un polideportivo que podría abrigarle algo del frío. Ha sacado del bolsón un cartón de leche, le ha dado un trago generoso, se ha echado en el suelo y se ha tapado con las mantas que llevaba en su equipaje ligero. Mantiene sus ojos abiertos, está cansado, pero no tiene sueño. La calle está desierta, despejada de gente corriendo de acá para allá. Entonces descubre que un coche circula calle arriba y que aminora el paso cuando alcanza su posición. Los faros, potentes, iluminan el hueco en el que se abriga de la noche. Louis se ha dado cuenta enseguida, es el mismo coche que observó un par de horas antes, el de la pareja que cargaba regalos en el maletero. Él ha bajado su ventanilla. Ha asomado su hocico intentando adivinar quién se escondía debajo de las mantas. Pobrecito, ha dicho. Louis lo ha escuchado perfectamente. Sí, pobrecito, ha respondido ella. Cierra ya, que entra frío. El coche acelera calle arriba y se pierde a la vista de Louis, que ahora sí, ha preferido cerrar los ojos.

Un muerto que no era el mío

– A la calle Real 24, por favor.

–Vaya, lo siento. Solo le pediría que tuviera cuidado y no terminara manchándome el taxi.

Así que no me quedó más remedio que soltar el bolso – siempre he vivido con el miedo a dejarme cosas en un taxi, tal vez se deba esta obsesión mía por el cine–, dejarlo a mi lado en el asiento trasero del coche y agarrar fuerte la urna funeraria que me acababan de entregar a las puertas del crematorio sin dejarme articular palabra.

No. No me dejaron explicar que yo había quedado allí con una amiga, con Alicia, que acababa de quedar huérfana de padre y a la que su madre había obligado a acudir allí a recoger las cenizas del difunto. Bastante le aguanté vivo, como para andar esperando por él después de muerto, dice que le dijo su madre cuando le dio los papeles con los que justificar la retirada de la urna.

El caso es que ni papeles ni nada, porque yo me planté allí y pronto salió un tipo vestido de traje que me puso esta urna contra el pecho y me dijo: lo siento, lo siento de veras. Ya puede usted llevarse a su abuela. Venga, buen día.

–¡Oiga! –le dije–. Que mi abuela está viva y yo había venido aquí…

Pero el tipo había cerrado de un portazo y un grupo de gitanos se había arremolinado alrededor del crematorio para recibir los restos del patriarca, muerto de un infarto fulminante un par de días antes, según contaba una de las mujeres que más calma estaba demostrando en aquel duro trance.

–Gracias, muchas gracias. Y lo dicho, la acompaño en el sentimiento.

Me despedí del taxista, segura de haber agarrado el bolso, colgado del brazo derecho, el mismo con el que apretaba contra mí las cenizas de la abuela de alguien a quien yo no conocía y mientras buscaba las llaves en el bolsillo del abrigo.

–¡Mierda!

Relájate, Mari Carmen, que blasfemando no llegas a ninguna parte, me dije. Así que dejé la urna en la acera y rebusqué las llaves en el fondo de mi bolso, esa especie de dragón que todo se lo acaba tragando. Cuando las encontré, abrí el portal, revisé el buzón (un día más sin cartas de amor) y me dispuse a subir al tercero aterida de frío. Había subido ya la mitad de los peldaños que separan al primero del segundo cuando me di cuenta de que me faltaba algo entre los brazos: ¡la urna con las cenizas de la difunta desconocida! Solté el bolso de golpe y bajé a toda velocidad a rescatar a la pobre señora, que estaba donde la dejé, tan quietecita la pobre, mientras el caniche de una señora olisqueaba el recipiente.

–¡Chucho! –le dije–. ¡Largo de aquí!

Agarré la urna, giré sobre mis pasos y me di con la puerta del portal en las narices.

–¡Más mierda!

El bolso estaba en la escalera, las llaves y el móvil dentro. ¿El portero automático? Víctima de unos gamberros y averiado desde hacía dos semanas.

Deslicé mi cuerpo hasta el suelo, aplasté el culo en el bordillo y empecé a llorar sobre un muerto que no era siquiera mío.

–¿Puedo ayudarte en algo?

Un policía local se acercó educado hasta mí, conmovido por la escena.

–Si tiene usted una ganzúa…

–Oiga, señorita, menos coña, ¿eh?

–Bueno, al menos llévese esto. Este muerto no es mío y no sé que hacer con él –le pedí mientras me enjugaba las lágrimas con la manga del abrigo. Después me puse de pie y le ofrecí la urna como si fuera un símbolo divino, uno de esos amuletos que pasan de padres a hijos testados con una corona. El que dice un amuleto dice una tarjeta black.

–Mire, me parece que no va a poder ser. Nosotros investigamos la muerte, no nos hacemos cargo de ella. En fin, que si el muerto no es suyo, mío tampoco –dijo el tipo mientras echaba a andar.

¡Municipal de mierda! Esa mañana la mierda se había empeñado en ponerlo todo perdido.

En todo caso, cuando todo parecía echado a perder, cuando no atisbaba a encontrar luz alguna al final del túnel en el que me había visto atrapada, vi a doña Carlota acercarse con la llave en una mano y el carro de la compra en la otra. Me puse de pie enseguida, dibujé mi mejor sonrisa y saludé efusiva:

–¡Doña Carlota!

Ella me miró de soslayo, consciente como yo de que siempre había rehuido del cuerpo a cuerpo con mis vecinos. Siempre los había tomado por unos cotillas, unos descarados, unos mirones en algunos de los casos.

–Ah, eres tú –murmuró.

Ni siquiera me cedió el paso. Entró con su corpachón y con su carro, del que asomaban unas pencas de acelgas y un ramito de perejil, y yo la seguí procurando no soltar la puerta. Enseguida me ofrecí a ayudarle con el carro.

–No hace falta –me contestó muy seca–. Tendrás que agarrar al muerto.

Lo agarró del mango y de la varilla que unía los dos ruedines y se lo echó sobre el pecho para empezar a subir los peldaños de uno en uno. Al llegar a la altura del bolso, que reposaba entre el primero y el segundo piso, en el que vivía doña Carlota, la gorda no se inmutó. Lo apartó de una patada y lo arrojó por el hueco de la escalera.

Y allá que se fue Mari Carmen, otra vez apresurada y furiosa, con la urna entre los brazos (no quise que doña Carlota diera un final redondo a su crimen) a recoger el bolso del portal y a comprobar los destrozos provocados por el atentado.

Dejé a la muerta en el primer peldaño de la escalera, abrí el bolso empapado de colonia y lleno de cristalitos –algunos de ellos se me clavaron en la palma de la mano, que salió de adentro llena de lunarcitos rojos– y comprobé que un par de compresas, la billetera y la agenda del curro protegieron al móvil, que salió ileso del altercado.

La pantalla estaba encendida. Cinco llamadas perdidas, doce mensajes de whatsapp y varias alertas de Twitter. Eran todas de Alicia, a la que había abandonado en el trance de recoger los restos de su padre.

–¡Oye, tía! ¡Bastante tengo yo con mi muerta! ¡Que encima no es mía! –le grité al teléfono. El olor a perfume barato de imitación, de esos de 10 euros que venden en el Ahorra Más del barrio, impregnaba mi nueva escalada hasta el tercer piso.

Le conté mi aventura a Alicia, que demostró ser tan buena amiga como siempre y se acercó hasta casa sin pasar siquiera por la suya a dejar la urna con las cenizas de su padre. Nos pusimos al día, nos bebimos dos cervezas de lata de un trago y saqué unos pepinillos para picar. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos sentadas en el sofá, mirando al frente, con nuestras urnas en el regazo y rotas en un llanto sin consuelo. El de Alicia, por la muerte de su padre. El mío, de impotencia tal vez. Tal vez no, tal vez era de ver a llorar a mi amiga. ¡Yo qué sé ya!

–¿Sabes qué? –preguntó Alicia sorbiéndose los mocos.

Me levanté al aseo y le traje un rollo de papel higiénico.

–Límpiate, anda. Y hazte así, que se te ha corrido el rímel.

–Antes de venir aquí me ha llamado mi madre.

–¿Por qué? ¿Porque tardabas mucho?

–Que va. Me ha dicho que no volviera a casa sin deshacerme de este –dijo con un mohín, apuntando a la urna con la barbilla –. ¿Tú no podrías..?

–No podría qué.

–Quedarte con él aquí hasta que encuentre un sitio donde dejarle.

–¡Alicia! ¡Que yo ya tengo una muerta que no es mía!

–Pues por eso…

–Alicia…

–A ver, Mari Carmen, no sé cuál puede ser el árbol favorito de mi padre, ni siquiera sé si le gustaba el fútbol y si le hubiera gustado que sus cenizas se esparcieran por el césped del Bernabéu. O en la arena de Las Ventas. A mi padre solo le gustaba el bar, el vino de mesa, el anís del mono, el tabaco negro… Y las putas, las putas también. Por eso lo de mi madre, ¿sabes?

Solo pude responder a Alicia con el silencio.

–¿Me comprendes ahora?

–Al menos, ya sabes algo, Ali. Mírame a mí, con una muerta que no es mía de la que ni siquiera sé su nombre… ¡Cómo para saber si le gustaba el anís del mono!

Alicia dejó a su padre sobre la mesita, rebuscó entonces en su bolso y sacó un paquete de rubio y un mechero blanco. Yo hice lo propio con mi urna y salimos al balcón a fumar. En silencio. Solo abríamos la boca para expulsar el humo hacia el cielo. Pronto nos descubrimos jugando a echar la ceniza sobre las cabezas de los viandantes. Alicia fue la primera en lanzar la colilla con saña, aunque no acertó sobre la cabeza de nadie. Reímos. Reímos muy fuerte, con carcajadas tan sonoras como el motor del autobús urbano del que vimos salir a doña Carlota.

–Esta ya viene del bingo –le dije, arrojando mi colilla con el ánimo de acertar en su cardado.

Otra vez las risas.

–¡Chica, qué puntería! ¡No nos ganamos la vida nosotras como francotiradoras!

–Espera –le dije.

Pasé al salón y regresé con las urnas del putero y de aquella muerta que no era la mía.

–Toma.

Cuando doña Carlota se paraba junto a la puerta del portal para meter la llave en la cerradura, grité al viento un ¡ahora! que alertó al personal que circulaba por la calle a esas horas del mediodía.

Las urnas (las dos) se rompieron en la cabeza doña Carlota y las cenizas de mi muerta y del muerto de Alicia volaron por el cielo agitadas por el viento.

–¿Te quedas a comer?